la lavadora







Vuelve a hacer calor. Es por la mañana y la casa está en penumbra. Mi madre ha bajado las persianas para que no entre la calina a partir de las doce; por eso casi me caigo por el pasillo. Veo a mis hermanos tumbados con la cara casi pegada en el suelo, esperando que llegue la hora de salir disparados a jugar a la calle.
Como no se me ocurre qué hacer, me voy a mi último descubrimiento, mi nuevo sitio preferido, la galería donde está la lavadora. La lavadora está pegadita a la pila de lavar, dentro mi madre pone ese tubo gris y duro que no pude mover un día que lo intenté, que es por donde sale el agua sucia y con mal olor.
Me acerco el cubo de plástico azul vacío y lo pongo del revés, me subo encima para sentarme en la repisa que está al lado de la lavadora para verla y relajarme con las piernas colgando, porque no sé qué me pasa allí… que me relajo. Hace poco que está en marcha y todavía se ven las escamas de jabón que hay que echarle para que lave, porque si no, lava pero no se queda nada limpio, dice mi madre. Ahora sé que lo que tanto observaba en esos momentos se llama turbina, entonces no tenía ni idea cuando me atrevía a poner un dedo encima para que me hiciera cosquillas,  pues no sólo me gustaba estar ahí callada mirando fijamente las idas y las vueltas de la turbina, imaginándome cómo se encontraba mi camiseta o mis calcetines allí retorcidos y apretados. ¡Menos mal que no me pillaron!
Es genial. La galería está cubierta por varias persianas de cordón pintadas de verde, altísimas, y pesadísimas que no puedo casi mover para colarme a mirar lo que hace la señora María del patio de abajo, que es valenciana y habla muy alto porque su marido está sordo. A veces tiende las blancas sábanas casi azules tan grandes y que crujen cuando las sacude una y otra vez para alisarlas, otra veces barre haciendo mucho ruido, riega las macetas o les remueve la tierra siempre con el mismo palo, les pega fuerte a las alfombras para quitarles el polvo, limpia esto y lo otro, no para nunca, y un día hasta puso una piscina de plástico y la llenó de agua para que sus nietos se bañaran, ¡qué suerte!, pensaba yo, pero como mi tío Paco nos puso en la terraza de mi abuela una, más chula porque era naranja y nos bañábamos todos los días entre semana de aquel verano… pues que ya no me dio tanta envidia la del patio de la señora María.

En uno de esos instantes en los que mi memoria se engancha repasando una y otra vez el mismo álbum de fotos, he recordado esa galería que olía tan bien a jabón, en la que me refrescaba y pensaba. He vuelto a mirar relajada y sin esperar nada los insistentes movimientos de ida y vuelta en los que se veía apretujada la colada, retorciéndose de acá para allá, estrujando la ropa mojada para quitarle finalmente el agua.
Y una lágrima me ha traicionado, una gota que mi corazón lavado ha dejado ir por tanta ida y vuelta. Tanto ganado, tanto perdido. Quiero quedarme quieta ya, y no perder nada más.

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